La
edad,
esa
que se afana en apariencias,
la
que justifica la jerarquía filial,
camina sin que note madurez en el corazón.
"Alma
vieja" me dicen.
Mi
alma no es vieja.
Si
hubiera envejecido
tomaría
con templanza el olor de azahar
o
la mirada de los que buscan tu abrigo.
Sin
embargo, no asumo el ocaso.
No
es la pérdida de la tersura
o
el quiebro de la porcelana de Limoge
la
que hace dolerme a solas.
Mi
lamento es el miedo a que la fruta,
la
que nos hizo mortales por pecar,
se
pudra en mis manos
antes de que
tu bocado
provoque la ira de Dios
y
nos destierre a errar juntos
por
este desierto.